La felicidad no es un destino: es una forma de caminar el mundo… con otros.
- Politica de la Felicidad
- 20 jun
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La felicidad se ha convertido en uno de los temas más deseados, más hablados y, paradójicamente, más esquivos de nuestra era. En un mundo que nos empuja a producir, competir y acumular, la búsqueda de la felicidad aparece cada vez más como una urgencia íntima y colectiva. No hablamos de una euforia pasajera o una alegría fugaz, sino de esa sensación profunda de bienestar que se construye día a día, que enraíza en la vida cotidiana y que, aunque parezca etérea, tiene fundamentos tan reales como la salud, la espiritualidad, el amor, la familia, la fe o, incluso, el buen gobierno.
Desde la psicología positiva, Martin Seligman ha descrito la felicidad como un estado subjetivo que nace de la satisfacción con la vida, las emociones positivas frecuentes y la sensación de propósito. Aristóteles ya había definido la felicidad como el bien supremo que le da sentido y finalidad a todo lo que desea el ser humano.
Los seres humanos no experimentamos la felicidad de forma aislada. Somos seres sociales, políticos, culturales y espirituales. Por eso, pensar la felicidad requiere mirar más allá de la mente individual e incluir también el contexto en el que vivimos, las relaciones que nos sostienen y los valores que nos movilizan. Hoy, la comunidad es un concepto que tanto resuena y al que tanto anhelamos volver. Por eso, la felicidad es también un asunto político.
Se ha dicho mucho que Colombia es “el país más feliz del mundo”; sin embargo, según el más reciente reporte del World Happiness Report, el país realmente ocupa el puesto 61 del ranking mundial. Esta posición se explica no solo por factores económicos, sino también por elementos como el sentido de comunidad, la solidaridad espontánea, la fuerza de la espiritualidad y la capacidad de sobreponerse a las adversidades. En muchas regiones del país, a pesar de la pobreza o la violencia, hay expresiones cotidianas de gratitud, esperanza y humor. ¿Cómo es posible que una nación golpeada por conflictos históricos aún conserve una reserva emocional tan poderosa?
La respuesta está en la forma en que las personas conectan con algo más grande que ellas mismas. Lo espiritual, por ejemplo, ofrece una brújula moral y emocional, ya sea a través de religiones tradicionales, prácticas ancestrales o formas personales de trascendencia. La espiritualidad da sentido al dolor, calma la ansiedad ante lo incierto y genera un marco de propósito. La oración, la meditación, el canto ritual o, simplemente, el silencio frente a lo sagrado permiten a muchos colombianos y latinoamericanos encontrar paz, incluso en medio del caos. Según estudios recientes, quienes practican regularmente algún tipo de espiritualidad tienden a reportar niveles más altos de satisfacción vital, resiliencia y sentido de pertenencia. Punto para Colombia.
Pero la felicidad también se teje en lo social. Las relaciones humanas siguen siendo el mejor amortiguador emocional frente al sufrimiento. La familia extendida, las redes vecinales, los amigos que comparten la mesa o los compañeros que se acompañan en el trabajo son un refugio que va más allá de lo material. El simple acto de conversar con alguien que nos escucha, de compartir un café o de sentirse útil para otro puede modificar radicalmente nuestra percepción del día. En un país como Colombia, donde la informalidad laboral y la inseguridad aún son retos persistentes, estos vínculos cercanos han sido el verdadero “colchón” emocional de millones de personas.
La dimensión política, aunque a veces olvidada en las discusiones sobre felicidad —y que es nuestra causa como equipo—, es igualmente clave. La confianza en las instituciones, la transparencia en el manejo de lo público, el acceso a servicios básicos y la posibilidad real de participar en las decisiones que nos afectan son factores que determinan cuánto bienestar puede experimentar una comunidad.
La política no debería estar divorciada de la felicidad: debería estar al servicio de ella. Si bien es cierto que un buen gobierno no garantiza, en el fuero íntimo, la felicidad, sí debe posibilitar las condiciones materiales y sociales que permitan a los ciudadanos alcanzarla. Cuando las decisiones que se toman en el escenario político están pensadas en el bien común, tendremos certeza de una sociedad más conectada con propósitos y prácticas que generan felicidad.
Países como Bután —en el sur de Asia— ya han reemplazado el Producto Interno Bruto por el Índice de Felicidad Nacional Bruta, recordándonos que el desarrollo no puede medirse solo en dinero, sino también en alegría, salud, educación, medio ambiente, cultura, deporte y relaciones de calidad. Posibilitar el acceso a estos beneficios está principalmente en la esfera de lo político y lo público. De ahí la necesidad de tener políticos que piensen en la felicidad como bien común y lleguen a los espacios de poder para tomar decisiones en ese camino.
En Colombia, pese a los altibajos institucionales, hay un anhelo colectivo por tener gobiernos que prioricen la vida digna, la equidad y el cuidado de los más vulnerables. No es casual que cuando se habla de “buen vivir” o “vivir sabroso” en contextos rurales o indígenas, se entienda como una forma de equilibrio entre la persona, la comunidad, la naturaleza y el cosmos. Ese enfoque —radicalmente diferente al consumismo moderno— sugiere que ser feliz es vivir en armonía con el entorno.
Por eso, la felicidad no debe ser un mandato individual, ni una meta que perseguimos con angustia. Tampoco es una emoción perpetua ni un privilegio reservado a quienes lo tienen todo resuelto. Es, más bien, un estilo de vida que se construye con decisiones pequeñas: cuidar nuestros vínculos, cultivar la gratitud, comprometernos con causas que trascienden el ego, encontrar silencio en medio del ruido y exigir sistemas políticos que cuiden lo común.
Buscar la felicidad no es escapar de la tristeza, y la política no puede garantizar que todos los integrantes de la sociedad, en su fuero interno, sean felices.
Entonces, se podría decir que la felicidad es aprender a convivir sabiendo que también en los días grises hay belleza, y participar en las decisiones políticas que procuren el bien común. Que el bienestar no se compra ni se hereda, sino que se cultiva con intención, como una semilla, en la esfera pública y en la privada. Quizá la verdadera revolución del siglo XXI no sea tecnológica, sino emocional: atrevernos a redefinir el éxito, a valorar el tiempo, a recuperar lo esencial y a lograr sistemas políticos que piensen en la gente y su máximo bienestar.
Porque, al final, la felicidad no es un destino al que se llega, sino una forma de caminar el mundo… con otros. Y allí está la Política de la Felicidad, caminando con el propósito de llegar con buenos políticos a los espacios de poder, para tomar decisiones que den felicidad a la gente.
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